viernes, 1 de abril de 2016

Satélites en su salsa

Mientras los rufianes de siempre vuelcan toneladas de pescado podrido sobre las aguas públicas, algunas banderas simbólicas pueden pasar desapercibidas.
Interminables y pretenciosos balbuceos sobre el culo sucio de Lázaro, la pesada herencia y la gente que se escapa de Venezuela en busca de papel higiénico (tal vez el culo de Lázaro se lo está llevando todo), pero ni asomo de los conceptos que dan forma a un modelo de país. Conceptos que no son meras construcciones discursivas sino que tienen un correlato en políticas de estado y resultados concretos.
Un país que invierte en ciencia es un país que refuerza su soberanía. La alternativa es una colonización segura.
El Artículo 1° de la LEY DE DESARROLLO DE LA INDUSTRIA SATELITAL dice:
Declárase de interés nacional el desarrollo de la industria satelital como política de Estado y de prioridad nacional, en lo que respecta a satélites geoestacionarios de telecomunicaciones.
La ley fue sancionada y promulgada en conjunción con la construcción de satélites fabricados enteramente en el país, en el marco de un ministerio creado para dar soporte a políticas como estas.
Cuestiones como esta deberían incluirse en cualquier debate sobre un proyecto de país que se jacte de tal. Pero hablar de satélites no tiene el gustito de la farándula politiquera.
El discurso mediático se va instalando y así se van moldeando subjetividades, creando chirolitas del ventrílocuo hegemónico.
Y entonces no falta el discípulo de Santiago del Moro, entrenado al calor de discusiones pseudo-políticas, que menciona una licitación otorgada de manera corrupta para la fabricación de un satélite.

Junto a muchos otros proyectos, no sólo vinculados al Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, sino al de Educación, Industria, Desarrollo Social, etc., se exhibieron los resultados del proyecto satelital, en el contexto de una mega-muestra de ciencia y arte inaugurada tiempo atrás denominada Tecnópolis.
Tanto la definición de contenidos como el formato –tecnológico y artístico– en que se presentaron los proyectos de la muestra, fueron de una calidad excepcional. Tanto es así, que recorrerla inspiraba asombro (y seguramente lo siga haciendo) no solamente por el contenido y las formas, sino porque se percibía el arduo trabajo de muchísimas personas, de diferentes disciplinas.
Pero la inspiración más importante no era para los adultos sino para chicos y adolescentes: se buscó generar una inquietud intelectual, una pregunta de entrada a una temática científica y una potencial carrera universitaria.
Como si fuera poco, el predio estaba complementado con innumerables espacios de entretenimiento infantil y espacios de ocio al aire libre.
Y el dato crucial: entrada libre y gratuita, siendo una muestra estatal.
No faltaron quienes señalaron –tal vez con conocimiento de causa– los puntos negativos, desde tierras expropiadas hasta licitaciones fraudulentas.
Pero otra vez, ¿cuántos millones vale un solo pibe que decida estudiar ciencia porque se le presentó de manera interesante un tema? Sin entrar en esta posibilidad algo pretenciosa, ¿cuánto vale un parque de diversiones que –en un día del niño por ejemplo– permita a miles de niños disfrutar sin que sus padres deban pagar?
Aún estas preguntas carecen de validez argumentativa ya que mezclan dos niveles discursivos: la visión de un estado que promueve el acceso público a la ciencia y al arte, con la corrupción de algunos funcionarios.
Y el bullicio fantinesco promueve personas con la incapacidad de distinguir la diferencia entre estos niveles.
La corrupción es un problema cultural, y no sólo es condenable sino que hay que combatirlo educando. Ambos niveles se conectan en eso: educar.
Pero ni la corrupción invalida un emprendimiento que encarna tal visión de país, como apoyarlo significa defender la corrupción (o ser un K). Esto último sería una perogruyada si no fuera que muchos –más de los que uno quiere y piensa– se confunden.
Y la cocina del show de la política evita que se perciba el peso de algunos eventos: en pocos días tendrá lugar un recital de Marc Anthony en Tecnópolis.
Dejando de lado el valor cultural del género salsero –fusión de muchos géneros ricos– y sobre todo dejando de lado gustos personales e inclusive la persona del cantante estadounidense-puertorriqueño, se percibe una bandera simbólica en dicho evento.
El contenido lírico-musical esta vez –han transitado diversos artistas por el predio– está teñido de un color banal, de quien entonara –seguramente exhibiendo su legítimo patriotismo norteamericano– God Bless America (sus críticas a Donald Trump en otra ocasión, se diluyen en la idea de que a la derecha de Trump no hay nada).
Seguramente alguien pueda argumentar que como ámbito de promoción de valores culturales, Marc tenga su merecido lugar en Tecnópolis.
Yo, cuanto menos, lo dudo.

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