jueves, 7 de enero de 2016

The choripanman

“Sepan ustedes que la Revolución Libertadora 
se hizo para que en este bendito país
el hijo del barrendero muera barrendero”.
Contraalmirante Arturo Rial (partícipe del golpe de estado del '55)

"Yo soy rubia por fuera y por dentro”
Mirtha Legrand

Ignoro las categorías sociológicas que permiten dar forma al enorme caudal de opiniones vertidas (algunas vomitadas) en el océano virtual.
Ignoro por otra parte las razones psicológicas que me impulsan a leerlas, casi frenéticamente —tal vez una vocación truncada, la necesidad de encontrar razones para no caer en un desdén injustificado o simplemente un espíritu masoquista.

Superada la primera deglución de agresiones con diferentes tenores y signos —que sin haber aplicado el más rudimentario método estadístico puedo arriesgar que se distribuyen uniformemente—, uno puede percibir un claro denominador común: la intención de degradar al interlocutor, —si tal noción es aplicable en el contexto de los comentarios cibernéticos.

La temática por estos días (o mi mirada sesgada) apunta en una sola dirección: la falta de luces en el otro; su incapacidad de razonar e identificar una realidad que es obvia para el enunciante.
Pero yendo un poco más al grano, me llama la atención la inmensa cantidad de veces que se emplea el término choripán en sus dos sabores: como adjetivo, choripanero, y como verbo, choripanear.
Naturalmente un choripanero —aquel que choripanea— es aquel que mediante un choripán es captado por un determinado discurso, movimiento social o partido político. El nivel de estupidez o de desesperación que implica preciar la voluntad de un ser humano con un choripán es aberrante.

De todas formas el (des)calificativo no es novedoso, ni mucho menos elevado en términos poéticos. Desde los históricos cabecitas negras bautizados en los '40, y sus variantes posteriores negro de mierda, negro cabeza, cuyo denominador clave es la negritud, pasando por el afamado pancho y la coca, llegamos a la adjetivación choripanesca de los negros. Y esta estigmatización bajó históricamente tanto de la oligarquía como de quienes desde una izquierda miope no vieron en estas masas más que una versión discapacitada y carente de la iluminación del proletariado de otros tiempos y latitudes.

Pensando en las formas, el odio tuvo expresiones históricas más refinadas: para deleite está el cuadro de la barbarie pintado por Borges y Bioy Casares, La fiesta del Monstruo, donde los choripaneros de aquel entonces, rumbo a un discurso del monstruo antecesor de la yegua, apedrean a un judío (la caracterización del judío dibujada por Jorge y Adolfo despertaría la envidia de Joseph Goebbels). Antes, otro avezado de las letras y del racismo, Esteban Echeverría, dedicó un relato a las hordas suburbanas fanatizadas con el primer tirano, que en su ciega barbarie torturan y matan a un joven unitario; lo tituló El Matadero.

Más allá de la calidad de las expresiones, el odio subyacente sigue intacto, conservando la asociación obrero-barbarie. Sin embargo, un curioso hecho exacerbó los ánimos: al sector portador de ese odio se le antepuso un espejo dolorosamente revelador: vos no estás pensando libremente sino siendo pensado y hablado por los medios hegemónicos, y eso es sinónimo de pocas luces. El detalle no menor es que el espejo tenía firma partidaria, ¡nada menos que de los representantes de los negros!

O sea ¿cómo?, ¿vos me venís a decir a mi que no pienso? Esto es lo que se percibe por doquier, un orgullo social herido. Tal vez la figura psicológica del resentimiento sea parecida a su correlato colectivo. Como sea, luego del revanchismo concretado en las urnas, persiste un odio que no se calma con el recorte de derechos choripaneros. Peor, es tan tonto, tan ciego, tan torpe, que no percibe lo pobre que es, y peor aún, lo poco interesante que es para el poder real.